Ir a la guerra acompañado por tu Patria
El maniqueísmo de la salud mental, las recetas para conseguir la cura y una obra que llega para reforzar la mirada sobre la Patria, lo propio y el sentido de presentarse en el campo de batalla.
Acabo de ordenar todo el cuarto que venía acumulando mudas de ropa en cada superficie, servilletas de papel usadas como pañuelos en cada rincón y un aura depresiva que hacía falta airear. Afuera llueve y parece que así va a hacer toda la semana. Insisto con no llamar a esto un cuadro crítico de salud mental. Mi viejo dice que es mejor darle vueltas al asunto que estar somnoliento como los demás. Cuando encaré para las pastillas, todo mi entorno lo desalentó y la psicóloga me dijo que podía derivarme, pero yo quería hacerme cargo del trabajo que estaba a punto de empezar. Cuando se trata de salud mental todo el mundo tiene algo para decir, excepto los que andamos sin diagnóstico confirmado. Los diarios hablan de esta otra pandemia, los depresivos de internet hacen tutoriales para autodiagnosticarse, tratarse y curarse si es que ya son parte de alguna secta oficialmente; los profesionales se tiran con marcos teóricos y los otros oscilamos entre la titánica tarea de despertar a los zombies y estar lo suficientemente alertas y paranoicos para no quedarnos dormidos.
A mí no me gusta hablar de salud mental. No creo que sea una afección separada de las tantas otras que nos complican la vida a diario. Tampoco caigo en la severidad de decir que lo que falta es Fe o agarrar más la pala. La vida mecánica que llevamos - mientras la adultez estaciona a contramano en un ciclo completo de crisis económica, política, ambiental y social, todas superpuestas-, es un gran punto de partida para explicar la ausencia de sentido. Sin caer en apreciaciones marxistas sobre la alienación que impuso el neoliberalismo, intuyo una forma mejor de salir del eterno diagnóstico de las causas y los efectos de tanta decadencia espiritual. Tiene que haber algo que nos hace elegir vivir, algo que nos recuerda cómo respirar.
Empecé tres libros nuevos esta semana y todavía acumulo el culo de otros seis de las semanas anteriores. No tengo una guía de lecturas, casi siempre arranco algo que me recomienda algún amigo y llego a nuevos títulos gracias al hipervínculo de wikipedia. Producto de la deformación profesional en la que caí gracias a las redes sociales, aprendí a seguir mi intuición académica y a depender cada vez menos de los comentaristas de la actualidad para adentrarme directo en las fuentes de sabiduría del pasado, donde escribir costaba el cuerpo y no solamente el status digital. Así llegué a Simone Weil, quien murió de hambre en solidaridad con los pueblos en guerra.
El desarraigo para Simone es la forma más completa de esclavitud; el hombre separado de todo, pero no solo de su trabajo, sino de su tierra, de su familia, de su Patria, no es más que un zombie. En Echar raíces, Weil apunta una serie de directrices para su jefe, en un tono cínico y poético, por momentos profundamente panfletario y por otros absolutamente metafísico. En una pseudo consultoría política, Simone divaga entre un punitivismo violento contra quienes no cumplan sus deberes y un romanticismo sobre el espíritu que envalentona a cualquiera que se disponga a leerla. Hace mucho que no me conmovía por tanta belleza en la verdad. Una propuesta radical para disponer el orden en un mundo desordenado, que comienza cuando los hombres aman tanto la verdad que no se abandonan a creer las mentiras que les anuncian.
Algo de eso me pasó con El Eternauta, la nueva adaptación del histórico cómic nacional de la mano de Netflix y dirigida por Stagnaro llegó a los dispositivos de los argentinos. Logró escalar al puesto número dos de los más vistos en la plataforma y tomó por sorpresa a todos. La superproducción nacional que invita a hacer obra en la Argentina demostró por izquierda y por derecha que las buenas historias se pueden contar bien, que los efectos especiales también se pueden diseñar desde el Río de la Plata y que podemos hacer soft power soberano, sólo hay que tener los huevos para hacer una obra completa.
Juan Salvo es ahora un sesentón veterano de Malvinas que le ha llegado la hora de volver a convertirse en combatiente (si es que alguna vez dejó de serlo), esta vez contra un enemigo disperso como la nieve. Los seis capítulos que compila esta primera temporada contienen una multiplicidad de símbolos y metáforas que rompen por completo con la trágica y vetusta forma de analizar las producciones culturales de este país. En el intento desesperado de apropiarse de la obra se sobrenarra la figura del héroe colectivo y se disputan a Darin y al Ejército en un juego digno de quienes necesitan reafirmar su propia posición identitaria sin abrirse al juego de dejarse interpretar.
Todos los actores de la historia se solidifican y desarman al mismo tiempo habitando un espacio gris. El masculino universal argentino, en un Darin perfecto para la tarea, es un hombre que carga con la responsabilidad de representar el valor de hacerse cargo de una misión que sabe, por llevar la marca de Malvinas, no terminará cuando vuelva al continente, ni tampoco cuando logre reencontrarse con su hija. En comparación con las historias que nos colonizaron, El Eternauta trafica la particularidad argentina de vivir el apocalipsis como un loop, como un viaje al futuro cargando con el pasado tanto para Salvo, como para los espectadores. No hay ejército sin sospecha, no hay especialistas en masacres, no hay escasez de alimentos ni desesperación por el saqueo. En El Eternauta, el fin del mundo no activa un instinto animal de guerra de todos contra todos, vive en los personajes el impulso argentino de supervivencia que es distinto a todos los televisados previamente. La memoria del 2001 sobrevuela igual que Campo de Mayo o la tragedia de once sin el famoso Lalo Ezeiza, sin la denuncia rimbombante típica de un guión chabacano. Aparece representado en su gris, en las lecciones no aprendidas, en las certezas consolidadas, pero en el medio de todo sin convertirse en el fondo de la cuestión. Esos gestos que Stagnaro ubica con delicadeza son los que lo hacen sentir a uno en casa.
La historia habla de un viajero de dimensiones espaciotemporales, pero somos nosotros los que viajamos con él. Lo argentino es lo que resiste en cada salto temporal, lo que amalgama y lo que se sintetiza en cada escena de la serie. Además de estar hecha y producida íntegramente en Argentina, la misma narración exporta al mundo entero una obra completa que representa cómo este pueblo sobrevive al fin del mundo. Una invasión que cosecha aliados entre los nuestros, que comienza en Capital Federal, que recluta soldados en el tren Mitre y que pone en valor a las mujeres no liberales de la historia, donde los ingenieros físicos son relegados al hobbismo, los contadores están endeudados y las familias desarmadas, en medio de todo eso, el héroe no desespera, sabe que cuenta con su cultura, en el medio de la crisis de todas las instituciones descansa en quién es él cuando es con los demás. No trafica ni liberalismo individualista, ni colectivismo romantizado. Habla pura y enteramente de lo argentino, el verdadero héroe de la historia aparece representado con sus luces y sus sombras para hacernos espejo con la única tarea pendiente.
El sentido de esta etapa es lo más visto del streaming a nivel mundial. Seremos capaces de creer en lo nuestro y asumir la responsabilidad de cuidar al héroe colectivo?